viernes, 8 de abril de 2011

Los Acapulco Kids

Alejandro Almazán

La primera vez que Jarocho me ofreció a una niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso había ido al Zócalo aquella noche. El tipo, que cuidaba autos frente al Malecón, se echó la franela al hombro y sonrió de tal manera que los dientes le brillaron en el oscuro rostro, reventado por el acné. Luego, cuando se dispuso a traerla de un callejón, dije que no, que mejor volvería más tarde.
—De una vez, brother, el yate llega a la una de la mañana y ahí vienen gringos ya rucos que se llevan a las más morritas. Orita hasta te puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo con cara de “tú me entiendes, no te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo retortijón en el estómago.
—Regreso antes de esa hora, nada más no vayas a fallar.
—¿Qué pasó, brother? Los hombres sabemos hacer negocios. Y como me caíste a toda madre, te la voy apalabrar pa que te dé un servicio chingón. Ái tú te arreglas con ella si quieres cosas más perversonas.
Volví después de que el yate Aca Rey había tocado tierra firme. Entonces supe que Jarochosólo era un mero cazador de clientes, que trabajaba para un proxeneta y que la niña que llevaría esa noche se llamaba Allison. Era adicta a la piedra –esa droga barata que embrutece más que otras– y no pasaba de los 12 años.

Un día Acapulco se cubrió de verde y de cerdos salvajes que desafiaban los caminos de tierra. Las gargantas de los pescadores toltecas cantaban a los dioses, los bambúes crepitaban con el viento y los mangos petacones engordaban. Mil años después, los aztecas traerían la plaga hasta que Hernán Cortés y su gente la aplastaron a su vez con la gonorrea y la virgen de La Soledad.
Luego de 500 años de ensangrentar destinos, llegaron los grandes edificios a la bahía y dividieron la ciudad en dos: la cara bonita y el patio trasero. Agustín Lara le cantó a María Félix, Pedro Infante compró casa y Tintán amó al puerto por siempre. Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el brazo trajo un racimo de pedófilos estadounidenses y canadienses que se hartaron de que en Cancún los señalaran. Ellos fueron los que corrieron la voz y, al poco tiempo, Acapulco se transformó en el paraíso de la carne más joven.
Desde entonces, los pederastas acarrearon consigo padrotes intocables, madrotas disfrazadas de mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del VIH, tendejones para emborrachar a las niñas, revólveres, pobreza de la que unos se enriquecen, vientres abiertos, noches para velar a los chicos, home pages para ver el mapa y saber dónde encontrar niños; hoteleros y taxistas para el trabajo sucio. Rencor y noches y días de ajetreo.
Han traído hordas de niños al Malecón, al Zócalo, alcanalque lleva las aguas negras a Hornos, al Oxxo que está rumbo a Telecable, a la Soriana de la Costera, a las canchas de la crom, al asta bandera, a Caleta y Caletilla, a la barda del restaurante Condesa, a la vuelta del salón de belleza Xóchitl, a la calle La Paz, al hotel Real Hacienda, al puente de la Vía Rápida, al semáforo de Aurrerá, a La Redonda que todos conocen como Las Piedras de la Condesa, a la playa que Cortés bautizó como Puerto Marqués, y a los puteros del centro.
Y es por ello que Unicef califica ya a Acapulco como la ciudad mexicana número uno en lo que a prostitución infantil se refiere. Ha desbancado a Cancún y a Tijuana.
En estos 1 882 kilómetros cuadrados se concentra casi todo lo que necesita un pederasta: playas increíbles, droga barata y en cantidades pasmosas, ojos que nunca ven y bocas que nunca hablan, hoteles 50% off, un bando municipal que estipula que en Acapulco no se multa a los turistas, prostíbulos donde la mayoría de edad se alcanza desde chicos, padres que piensan que los hijos son moneda de cambio, y niños, muchos niños, que por un bote de PVC o un poco de mariguana están dispuestos a encarar la vida y despistar la muerte con sus cuerpos.

En las callejuelas del centro, esas que suben dolorosamente hacia el cielo, está el bar Venus. Es una construcción vieja de dos pisos, pintada de mala gana. Es de un naranja parecido con el que Van Gogh pintó el melancólico cuadro The Old Tower in the Fields. La desvencijada puerta es azul, como si quien la cruzara fuera directo al paraíso. Pero no: los ventiladores giran sin énfasis, hay mesitas de lámina extenuada y los clientes son una bola de infelices a los que sólo les queda emborracharse para combatir el calor y la tristeza. Quizá lo más deprimente sea la pista donde bailan las mujeres de vientres poderosos: es una enorme ostra de concreto que arroja luces rojas y verdes. Todo aquello parece sacado de las películas o de los cómics de Alejandro Jodorowsky.
Mía bailaba en el tubo como una boa adormecida mientras de la rocola salía la voz de Noelia con eso de“tú, mi locura, tú, me atas a tu cuerpo, no me dejas ir”.
Mía, que en realidad se llamaba Ariadna, había cumplido los 14 años el 3 de septiembre pasado y estaba orgullosa de su edad porque eso le ayudaba a que los clientes se pelearan por ella.
Intentó sentarse en mis piernas y la mandé a la silla.
—¿Qué, eres joto? –preguntó con un hablar pastoso. Ya estaba algo ebria.
—No, pero tienes la edad de mi sobrina – y Mía miró como si me hubiera vuelto loco. Luego, ordenó una cerveza mientras enumeró sus reglas:
—Me tienes que dar 40 pesos por estar aquí contigo; con eso ya pagas mi cerveza. Si quieres algo más, allá atrás hay cuartos. Cuestan 100 pesos y yo te cobro 200. Si quieres que te la chupe, son 100 más.
—A mí sólo me gusta platicar, soy reportero.
—Bueno, dame los 40 y platicamos.
Al sacar el dinero la miré bien: los ojos, de negro intenso, casi se perdían en la cara; estaba maquillada como los muertos, tenía papada, los pechos apenas le estaban creciendo y su cuerpo rechoncho era de un irreparable color cobrizo. Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con amarillo. “Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa:“Porque yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Prostituirse no le quita el sueño. “En mi pueblo venden a las mujeres desde chiquillas, con eso pagan la tele que compran o las cervezas que no pagaron”. También dijo que le gustaría probar las drogas y que un día quiere ser actriz de telenovelas.
No habló más porque un gordo, al que le faltaban varios dientes y andaba todo andrajoso, la llamó con la mano en la cartera para que se sentara con él. Se bebieron una caguama como si ambos desfallecieran de sed. Luego, cuando en la ostra gigante bailaba una mujer que parecía haber ido con un carnicero a que le hiciese la cesárea, el tipo se llevó a Mía. Fueron a los cuartos.

—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew tendrá unos 60 años y sus tres hijos ya le han dado cuatro nietos. Su segunda esposa, según contó, es 10 años menor que él y jura quererla igual que el día en que se conocieron. Puede que sea cierto. Andrew tiene cabello blanco, su piel está lo bastante bronceada como para parecer un trozo de marlin ahumado, y sus ojos son de un gris encendido. Su español es mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente vive en Boston y trabajó en un pub donde los hombres le confiaron nostalgias y proezas de machos. Yo hice eso para acercarme a él mientras comíamos un cóctel de camarones en la playa Caleta. Andrew fue el único gringo que creyó que los niños también eran mi debilidad. Los otros con los que intenté conversar fueron displicentes y no sirvieron de mucho. Desde hace unos cinco años, cuando Jean Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a las páginas de los pedófilos en Internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y, sobre todo, a la playa Caleta.
—Me dijeron que en Caleta uno consigue niños, pero no sé cómo —le solté cuando Andrew combinaba los camarones con una coca cola de dieta.
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que tratar con aquellas mujeres —y señaló a las indígenas que aquella mañana vendían artesanías mal hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró como quien le tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a comer; el chico ya va en el precio.
—Como el desayuno…
—Sí, como la barra libre.
Para ser honestos, no supe si hablar más o propinarle ahí mismo un puñetazo. Nos quedamos callados porque no se nos ocurrió otra cosa y miramos el mar y sus virutas. Por ahí pasó un par de viajeros con mochilas al hombro, un tipo que vendía raspados, una costeña que hacía trencitas, un viejo que alquilaba cámaras de llanta para usarlas como flotadores, un par de pescadores que mostraban mojarras de 10 kilos, un matrimonio con su hijo en brazos, y unos niños que, como si fuesen cachorros, se revolcaban en las olas. A ellos, Andrew los escudriñó como hacen los críticos de arte.
—No les digas a las mujeres que eres mexicano, mejor háblales en inglés –Andrew rellenó el silencio.
—No me lo creerían. Creo que ya me jodí.
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno. Son tan inocentes…
—¿Y hoy no se puede? —No, anoche fue de locos–replicó y ordenó media docena de ostiones con unas gotas de salsa Tabasco.
Cuando me despedí para no verlo nunca más, fui con algunas indígenas y, aunque hablaron en su lengua, entendí que me fuera al carajo.
Con la misma importancia me trató el salvavidas de la playa. Usó una lógica absurda y cínica para responder por qué no hace nada contra tipos como Andrew: “Yo nomás cuido que nadie se ahogue”.
PD: En el DIF municipal, Rosa Muller, una mujer con un corazón enorme, había contado que las indígenas tienen el hábito de vender a sus hijos a los extranjeros. A mexicanos no. Quién sabe por qué. Otro dato: Adriana Gándara, funcionaria del Centro de Atención a Víctimas de Delito de la PGR, ha dicho que al menos la mitad de los más de dos mil niños que se prostituyen en Acapulco son indígenas.

Agenda Amarilla del Novedades, El diario de la familia guerrerense. Viernes 21 de noviembre. Dos anuncios:
¡Chavita de secundaria! Tiernita, Bebita hermosa y sexy. ¿Qué esperas?
Chiquilla bonita. Soy estudiante de secundaria. Delgadita. Bustona. Llámame.
Llamé de un teléfono público. En el primer anuncio contestó un tipo que sabía su negocio. No recuerdo el nombre de la niña que ofrecía, pero la describió con tal labia que no dejaba resquicio alguno para creer que no existía cintura más delgada ni trasero más redondo y levantado que el de ella.
—Me hablas de una mujer de calendario, compa. ¿Estás seguro de que va en la secundaria?
—Te lo juro por Dios, carnal. La chamaca está garantizada, por eso te la estoy dejando en mil 500 pesos. Ira: ella va a tu hotel y después de dos horas me la regresas.
—Deja hospedarme y te llamo otra vez.
—Pásame tu celular.
Le di un número viejo que dejé de usar.
En el segundo anuncio clasificación xxx respondió una mujer con voz de niña. Suponiendo que sí era una estudiante de secundaria, dijo llamarse Lulú, se jactó de tener experiencia y reiteró que estaba dispuesta casi a todo. Cobraba 2 mil pesos y 500 más por tener sexo anal. Nada de fotos, nada de video.
—Estoy hospedado en el Mayan Palace –mentí–. ¿Y si no te dejan entrar?
—Ya he ido ahí. No te preocupes, me gusta su alberca, está bien grandota.
—Pues deja pensarlo y te busco.
—Anímate ya, más tarde voy a estar ocupada.
—¿Y no te da miedo que sea un asesino o algo así?
—No me conoces.
—Tú tampoco.
—¿Y si te dijera que soy reportero y ando contando historias de niñas como tú?
Colgó.

Tú ponle ahí que me llamo Manuel. Tengo 16 años, pero me prostituyo desde hace 10, cuando me salí de la casa porque mi mamá nomás quería a mi padrastro, un viejo cabrón que sabe que si se mete conmigo mi banda de Ecatepec le pone en su madre. He andado por el DF, Hidalgo, Puebla, Veracruz, Cuernavaca y Chilpancingo. Aquí, a Acapulco, ya tiene que llegué como desde 2004. Y está chido.
[Estamos en el albergue del DIFmunicipal llamado Plutarca Maganda de Gómez, una religiosa a la que nadie recuerda. Aquí llegan los niños prostitutos que la directora del lugar, Rosa Muller, busca en las calles de Acapulco para darles comida, ropa, dejarlos que se duchen y, si quieren, vivir hasta que cumplan los 18. Ningún chico es obligado a quedarse.
Manuel es uno de esos niños que entra y sale del albergue dependiendo de las ganas que tenga de drogarse. Para comprar piedra y mariguana, con lo que le fascina dinamitarse el cerebro, sabe que debe cumplir con el círculo vicioso de escapar, prostituirse, comprar su cóctel letal y ropa nueva que le ayuda a alardear entre la banda de que él ha triunfado; luego vuelve al albergue.
Cuando está afuera, gana unos 6 mil pesos a la semana. A él se le hace una fortuna.]
En esto siempre hay clientes. La mayoría son viejos, pero hay de todo: gabachos, de Canadá, franceses y mucho mexicano. No es cierto que nomás los turistas de otros países nos busquen. Hay batos más dañados. Checa: está el payaso del Zócalo, el Chapatín; ese nomás quiere que uno le dé y nos regala drogas. Está el del Tsuru gris; es de Cuernavaca, le cae una vez al mes y levanta a dos o tres; paga bien. Está otro cabrón de la taquería Los Tarascos. Está un güey del hotel Real Hacienda que nos deja dormir y él tiene mucha piedra y PVC. Otro güey es uno que anda en una moto rojo; también es padrote. La que también le entra duro es una doña que luego vende burbujas de jabón en el centro; a ella le gustan las niñas y es madrota de mayates. Y está Fátima, una gringa ya señora que vive por el Fiesta Inn.
[Manuel no tendría por qué mentir, así que es mejor seguir escuchándolo.]
El precio que manejamos casi todos es de 200 pesos, más 100 por quedarnos a dormir. Los gabachos y las gabachas dan más: 400. Y lo chido también de ellos es que te llevan al parque Papagayo, a Recórcholis o se hospedan en hoteles bien chingones. Yo he ido al Avalón, al Hyatt, al Presidente, al Emporio y al Princess. Son muy bonitos. Pero no creas que me apantallan los gabachos. Sé inglés. Bueno, me defiendo. Sé decir cómo me llamo, mi teléfono, de dónde soy y todas las groserías. Así conquisté a una gringa. Tenía como 50 años. Es la gabacha más vieja con la que he estado. ¿La más chica? Una de 30, cuando yo tenía como ocho años.
[Manuel trae el cabello teñido de las puntas. Es un chico pura fibra con una mirada zigzagueante. Presume sus jeans Fubu o algo así, como si fuesen unos Versace. Lleva dos días sin drogarse.]
Eso es lo que no puedo dejar: las drogas. Los chochos no me gustan porque me amensan. Los hongos me ponen tonto y la coca me quita el sueño. Por eso prefiero la mariguana y la piedra. Unos se paniquean con la piedra, creen que los andan siguiendo, se les entume el cuerpo; a mí no. Ni siquiera me ha dejado loco. Ah, porque la piedra es cabrona. Muchos de la banda se han quedado idos, bien babosos. Con esos ya ni puedes platicar. Ni les entiendes lo que dicen. Pero te decía, con la mota y la piedra la hago. A veces también al PVC, pero poco porque se me mete el diablo. A ese le hago porque la lata cuesta 50 pesos y a mí, el de la ferretería, me lo da a 35. Es que hay noches que me quedo con él y me lo da más barato.
[Mientras habla, Manuel bosteza y parpadea como si lo hubieran sacado a patadas del sueño. Se despertó hace cosa de media hora. Por ahí de la una de la tarde.]
¿Qué más te puedo decir? Pues que aquí me ha tocado ver muchas muertes. A un jotito con el que me juntaba lo treparon a un carro y lo apuñalaron. No sé si eran sus clientes, pero yo vi caer al bato. Otro se murió de cáncer y una morrita de sobredosis. Ángel, el gordo, murió de sida. Yo hasta eso soy negativo. Aquí en el albergue nos hacen la prueba a cada rato. No le tengo miedo al sida. Soy un cabrón con suerte.

Allan García, uno de los editores de La Jornada Guerrero, tiene una memoria implacable para los datos duros y escalofriantes:
Hay paquetes exclusivos para pederastas que incluyen hotel y niño. Costos: de 200 a 2 mil dólares, según el grado de pubertad. El chico sólo recibe 20 dólares.
Desde los cinco años se prostituyen. A los 18 ya no sirven.
Los que controlan la prostitución infantil en Acapulco son, sobre todo, tailandeses.
Después del turismo y la venta de droga, la prostitución infantil es la actividad que deja más ingresos en Acapulco.
Allan recuerda bien esas cifras porque hace menos de un mes, durante la semana que el DIF Acapulco organizó para hablar del tema, los funcionarios locales de la PGRabrieron sus bases de datos.
En esas reuniones también se contó la historia del autobús con un azteca grabado en el parabrisas. Circula por todos lados, menos en su ruta. No levanta pasaje. Suben niñas que se van con hombres decrépitos cada vez que el camión se detiene. De hecho, a la hora de lavar el bus, en el río El Camarón, las chicas se pelean por hacer la limpieza porque el chofer no paga con dinero. Paga con droga y clientela que gasta a puño suelto.

Eric Miralrío, un acapulqueño que sirvió de guía al reportero, sugirió que buscáramos a Nayeli en el Malecón. La conocía porque apenas este año le había tomado algunas fotografías durante la realización de un documental. Por lo que le escuché decir, la chavita no pasaba de los 16 años, a los 13 fue mamá y su padrote le pegaba para imponer respeto. Parecía un gran personaje.
La segunda noche en que la buscamos, otro niño de la calle llamado Chucho nos dijo con su lengua drogada que a Nayeli la habían asesinado de 25 puñaladas. Ya no dijo más porque el PVC lo traía hecho un zombi.
Un día después, Rosa Muller, la directora del albergue del DIF municipal, contaría la historia de una Nayeli que resultó ser la misma que Eric conocía.
Y esto es lo que viene en la libreta de apuntes: Nayeli era una costeña que desde que nació fue linda. Antes de cumplir los siete años ya era parte del catálogo que un padrote mostraba a los clientes. A los 13, el proxeneta la hizo madre y le quitó el bebé porque le dijo que una adicta como ella lo terminaría matando. Nayeli se la pasó en las calles hasta que un chico de la banda se enamoró de ella y juntos lograron rentar un cuartucho allá por las fábricas. A principios de mayo pasado, salió drogada de su casa y se la tragó la tierra. Los reporteros de la nota roja la encontraron tirada en las calles, con 25 puñaladas. También la degollaron. Muller se enteró del asesinato por las páginas de El Sol de Acapulco, el diario que contabiliza a los muertos.
Lo que las autoridades llegaron a saber es que, por unos cuantos pesos, Nayeli delató un quemadero (lugar donde se consume droga). Y los traficantes no perdonan esas cosas. Cuando el DIF quiso recoger el cadáver en el forense para entregárselo a la familia, ya había desaparecido. Nadie quiso saber más del asunto. Muy pocos le lloraron.

Esa mañana la radio dijo que Acapulco estaría fresco, a no más de 33 grados. A Samy, sin embargo, el sol le caía como un piano en la cabeza: traía una tremenda resaca. Lo conocí en la playa Condesa porque un pescador con un ojo de vidrio llegó a ofrecer de todo: ostiones, el paseo en el paracaídas, hasta que aterrizó en el asunto de la mariguana y los niños.
—Conozco a los jotitos de Las Piedras, le puedo decir a uno que venga acá contigo o, si quieres, te lo puedes coger ahí mismo, no hay pedo. Todo el mundo lo hace ahí.
Samy traía un pantaloncillo rojo, la playera en el hombro y una sed endemoniada. Le dije que era reportero desde el arranque. Quién sabe si pudieron más las ganas de beberse una Yoli, pero se quedó un rato.
Primero dijo que nada más había ido a Las Piedras porque le urgía dinero. Pero ya en el tren de confesiones, presumió que su mejor experiencia fue con una pareja de cubanos, hace un año: mientras él recorrió el cuerpo de la mujer, el hombre lo grabó. Le dieron 100 dólares y con eso se fue a nadar al parque de diversiones Cici, comió en una taquería del centro, se compró dos camisetas y lo demás se lo inhaló. Dejó en claro que no era homosexual: “Yo nomás doy y tengo novia”, remarcó con la pose del Valiente de la lotería.
—¿Y usas preservativos? ¿Te cuidas?
—No me quedan.
Se fue hundiendo sus pies en la arena.
No lo he mencionado, pero Samy tiene nueve años.

Si Rosa Muller se lo propusiera, probablemente sería capaz de contar un millar de historias.
Por ella me enteré cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó un día hasta la casa de Muller con un pastel de cumpleaños, una pierna gangrenada, una tuberculosis invencible y un VIH que le arrojaba dardos a las últimas defensas de su organismo. Murió hace un par de meses.
Otra historia que le duele a Muller es la de Oliver, de 12 años. Hasta hace unas semanas, además de prostituirse, se dedicaba a vender drogas. Se le hizo fácil consumir y no pagar al dueño del negocio. Para que escarmentara, para que entendiera que eso no se hace, lo amarraron con cinta canela a un árbol. En 15 días, sólo le dieron agua, sopa de pasta y un centenar de golpes. Así llegó al albergue. A los médicos les llevó varios días salvarle las manos y a él cinco minutos volverse a escapar. Muller, que sabe por qué dice las cosas, jura que a estas alturas Oliver debe estar muerto.
La historia más atractiva, sin embargo, es la de la propia Muller. Es decir, la de Mamá Rosy, como todos los chicos la llaman.
Resulta que su hijo, hoy de 13 años, solía ir a un internet ubicado atrás del hotel Oviedo, en pleno centro de Acapulco. Iba ahí porque le prestaban el play station sólo por dejarse tomar fotografías. Además, como el dueño del lugar le decía que en la casa de Mamá Rosy había fantasmas, al chico no le interesaba volver a su recámara si su madre no se encontraba.
Un día, a Mamá Rosy le llamó la atención que, súbitamente, su hijo fuese huraño, sudara por las noches y hablara de espíritus malignos a los que nadie podía derrotar. La curiosidad la llevó a indagar y a saber que en el café internet siempre había muchos extranjeros que a simple vista no resultaban nada confiables. Con el tiempo, contactó a la policía cibernética de la PFP y en pocas semanas se descubrió que aquel café internet era el centro de operaciones de una banda de pederastas.
En abril de 2003, las autoridades arrestaron a 18 pedófilos, 12 de ellos extranjeros, y rescataron a 10 niños. Entre los detenidos iba Enrique Meza Montaño, hijo del entonces regidor por Convergencia, Óscar Meza Celis. Enrique fue el único que obtuvo su libertad a las pocas horas. No importó que él, de 29 años, fuese el dueño del internet llamado Ikernet ni que fuese arrestado cuando estaba en compañía de dos menores.
A los otros, la PFP los presentó como parte de una banda que operaba en Europa, Estados Unidos, Canadá y México, además de vincularlos con dos artistas de la pedofilia: Robert Decker y Timothy Julian, ambos sentenciados en cárceles californianas. La edad promedio de los detenidos era de 65 años. Un par de ellos tenía VIH y se “suicidarían” después en las mazmorras acapulqueñas.
Ese hecho marcó a Mamá Rosy y fundó una ONG para proteger a los niños. De la gasolinera de su familia sacó los recursos y los chicos la fueron queriendo.
Pronto su nombre empezó a circular en el puerto y en 2005, cuando llegó Félix Salgado Macedonio a la alcaldía,éste la nombró directora del albergue Plutarca.
El próximo 31 de diciembre terminan los tres años de Mamá Rosy. Los chicos están tristes, dicen que volverán a las calles porque nadie los ha cuidado como ella. Muller, de ascendencia alemana, tiene pensado rentar una casona vieja para llevarse a los niños. “Ya veré cómo le hago, pero no quiero dejarlos, son presa fácil”, dice mientras se acomoda sus anteojos para la miopía. Lo que sí es un hecho es que su hijo poco a poco ha ido saliendo. Ya no ve fantasmas.
PD: El pasado miércoles 26 de noviembre, la estadounidense Patricia Katheryn O’Donovan denunció que el neozelandés Murray Wilfred Burney, también conocido como Mario Burney, estaba reclutando a menores de edad para reorganizar la red de pederastas que Meza Montaño y otros dejaron a la deriva.

Yo era de ésas que andaba vendiendo droga. El buenero (narco) hasta me dio una pistola para defenderme. Era una 22, bien perrona. Le entré porque a mí no me gustó eso de acostarme con los gringos. Bueno, lo que pasa es que un día uno me pegó y ya no quise. De ahí les tiré la onda a las mujeres, pero hubo una, creo que era de Italia porque hablaba bien chistoso, que se puso bien loca en el cuarto, como que quería matarme. Era flaquita y yo, ya ves, pues estoy llenita, así que le puse unos madrazos y me fui. Por eso me metí de dealer. Bueno, me metieron.
¿Cómo te explico? Aquí hay mucho buenero que nos agarra para vender porque a nosotros no nos meten a la cárcel, nomás nos quitan la droga y nos dan unos zapes. Y le entras porque le entras. Si no quieres, te pegan. Dicen que a uno hasta lo mataron. Ya luego me harté y mejor me vine al albergue. No sé qué haré ahora que Mamá Rosy se vaya. Es todo lo que puedo contar. Tengo una vida aburrida.
[Silvia, se llama Silvia. Para tener su edad, 14 años, es lo bastante fuerte como para destrozar un piso entero en un arrebato. Le gustaría tener una muñeca.]

Yo soy Norma. Crecí en Tepito, ahí en la calle de Jesús Carranza. Me fui de ahí porque mi mamá se murió. Tenía sida. Yo digo que mi papá la contagió; siempre fue muy mujeriego, pero quién sabe, mi mamá también tuvo sus novios y cuando andaba drogada no se fijaba.
[Otra vez en el albergue Plutarco. Otra historia. Otra niña invisible. Otro cigarro para aguantar.]
De lo otro, de cómo empecé a prostituirme, no me gusta hablar. Me da ansiedad. Pero ya estoy aquí, ya qué. Me voy a abrir. Mamá Rosy nos ha dicho que lo hablemos, que eso que trae uno es como una piedra en el zapato o como un anillo que se nos atoró en el dedo. A ver, ahí te va.
[A Norma, de 16 años, le han estado sudando las manos desde que sentó. Se la ha pasado secándolas sobre el short de basquetbolista que viste. Trae el cabello mal cortado, como si alguien le hubiese mordido la cabeza. Huele a jabón barato. Hace bombas con el chicle y tiene una sonrisa exacta.]
Tendría que empezar a contar que a los seis años me violó un primo. Luego, como a los ocho, me violó un tío, hermano de mi papá. Ya tenía como 11 años cuando mi papá llegó drogado y quiso hacérmelo. Sólo Dios sabe por qué no pudo. Si me lo hubiera hecho, seguro yo también tuviera sida. Desde ahí ya no me gustaron los hombres. Me dan asco. Pero hace como cuatro años cuando llegué a Acapulco, me dijeron que había señores que se acostaban con la chamacada. Yo, al principio, no quise. Luego ves que les regalan cosas y que la banda trae dinero. Entonces dije “chingue a su madre, le entro”. Eso sí: siempre lo he hecho bien drogada. Como que en mi juicio no se me da, hasta me dan ganas de vomitar. La bronca es que luego ni te acuerdas de lo que te hicieron. Yo luego he despertado con dolores en todo el cuerpo y con moretones. Con quienes sí me ha gustado, la verdad, es con las gringas. A ellas sí se los hago como con amor. Había una que me buscaba mucho. Ella me regaló un celular y ropa. Me dijo que quería llevarme a Estados Unidos para que viviera con ella, pero ya nunca volvió.
[Norma se levanta, dice que va al baño. Se ve rara, ansiosa, sin saber por qué. Todo empezó porque le pregunté si ese tatuaje mal rayado que dice Faby era en honor a la gringa y ella dijo que no, que Fabiola es una historia que ahora que vuelva va a contar. Regresa y cumple con su palabra.]
Fabiola fue mi novia, pero me hizo como trapeador. Era una cabrona. Decía que me quería y andaba con hombres. Yo le lloré, le dije que mi hijo, ¡ah!, porque tengo un hijo de cuatro años que no he visto hace mucho, necesitaba una mamá como ella. Le valió madre. Nomás me engañó. Hasta los papás de ella me querían, decían que algo como yo era lo que Fabiola necesitaba. Ahora la odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá con su bebé. Diana sabe que ahora que termine de estudiar enfermería voy a cuidar de ella y el bebé. Lo malo de Diana es que todavía actúa como una niña y luego no sé ni lo que quiere.
[Intempestivamente, Norma me pregunta que si ya se puede ir. No puedo obligarla. Al poco rato, la psicóloga llega como un ventarrón con la mala noticia de que Norma se ha enterrado las uñas en la cara y que se la ha pasado quemando las cartas que le escribió a Fabiola. Me siento un imbécil.
Mamá Rosy irá a tranquilizarla y Norma volverá con el rostro sangrante. “No hay bronca, luego me pongo locochona”, dice con el tono de quien asume toda la culpa sin tenerla. “Ahorita me curo yo, ya me enseñaron en la escuela cómo hacerlo”. Lleva medio curso para auxiliar de enfermera. Se lo paga Mamá Rosy. Me dice que ahora que se reciba vaya a su graduación.]

Frente al bar Barbaroja, en la playa Condesa, abordé un taxi en la Costera Miguel Alemán.
—¿Tú sabes dónde puedo conseguir morritas?
—Ahorita, por la hora, nomás en el Tavares, el Sombrero o en las casas de cita. Ya son las cinco de la mañana.
—Pero tengo gustos raros: quiero niñas, o niños –dije mirándole los ojos por el espejo retrovisor. El conductor, como si le hubiera dicho que necesitaba comprar un perro, buscó entre su celular ciertos números de contactos.
—Conozco a un cabrón que tiene pura chamaquita. Ya he trabajado con él, es seguro, no te roban y todo es muy discreto. Deja llamarle.
Habló con tal desenvoltura que bien podría renegociar el TLC.
—Dice que las tiene ocupadas. Es que ya es tarde, el bisne hay que hacerlo a media noche.
Aliviado, me bajé en un hotel que no era el mío. La cara del taxista, en la duermevela, no me dejó en paz.

Es viernes por la tarde y en el Zócalo de Acapulco hay una cacofonía sostenida. Cuando mis padres me traían yo sólo veía boleros libinidosos, indígenas que se la pasaban expulgando a sus hijos, jóvenes que llevaban en sus cabezas cubetas en equilibrios imposibles, perros comiendo basura, al vendedor de globos, una catedral cuya entrada olía a excremento, basura y tamarindo; un puesto de periódicos que sólo vendía malas noticias, la nevería, policías que se la pasaban rascándose la cabeza, un quiosco donde los gringos se tomaban fotografías con las indígenas, como si las mujeres fuesen unos macacos, y una acera de restaurantes donde uno terminaba con diarreas interminables.
Hubiese visto ese mismo zócalo si no fuera porque Mamá Rosy me hizo un croquis de lo que uno nunca ve.
Entonces vi que, en efecto, la banca que está frente al Oxxo es para que se sienten las mujeres que buscan niño. Unos metros adelante, a la derecha de sur a norte, hay otra banca que rodea un árbol. Esa es para las niñas. Los pederastas lo saben muy bien. Quien busca acción con manos infantiles tiene que sentarse donde trabajan los boleros; la mercancía llega sola. En la noche, con sacar el celular y mantenerlo encendido, basta para que los chamacos se ofrezcan. Ahí está la gorda que vende burbujas, metida en unas mallas de lycra, al lado de un tipo cuya cara parece retrato hablado de la PGR. Es la misma a la que tanto las autoridades del DIF municipal como los chicos ubican como madrota. Vi la lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no vi a gringos. Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a cambio de comida. Vi al viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose mientras escoge a qué chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo estadounidenses, comen en El Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como si fuesen catadores expertos.
Ni el mosquerío sabía de qué color ponerse por la pena.

Alexa, Chucho y El Quemado hunden sus rostros en los platos donde les han servido un vomitivo alambre de carne al pastor. Estamos en una taquería por los rumbos del Malecón.
Y como hablarán hasta que terminen de comer, sólo queda verlos. Sobre todo a Alexa.
Es muy delgada. Dicen que no estaba así. Que de un tiempo para acá trae diarreas. Su cabello tiene un color pariente muy lejano del rubio. Es casi negra. Trae una mochilita rosa donde guarda la lata de PVC. Ella es la menor de los tres: tiene 17 años y una década en la calle. El Quemado y Chucho, que ya rebasan los 20, contarán luego que la niña es huérfana y que qué bueno, porque sus padres le pegaban.
–¿Entonces qué quieres saber? –la voz de El Quemado repta por las paredes.
–Todo lo que quieran contar.
Alexa y Chucho, ya con el estómago medio lleno, se rehúsan a hablar. Pero El Quemado, quien ha perdido todo escrúpulo, resume la vida de ambos:
—A Alexa todo mundo se la ha cogido. Y el Chucho ha sido mayate.
—Cálmate, güey –reprocha Chucho, un tipo bajito que se cree luchador.
—Es la neta, ¿no? ¿Para qué nos hacemos pendejos? Hay que decir las cosas como son.
—Pero ya no lo hago con hombres –se defiende Chucho.
—¿Pero le hicistes, qué no?
—Nomás un tiempo, de los ocho a los 14 años.
Alexa se mantiene callada. Nada la hará cambiar de opinión: dejará que El Quemado cuente lo que quiera. No le importa.
—Aquí todos hemos sido mayates –dice El Quemado–. Uno necesita el dinero. Neta que si nos dieran trabajo dejamos esto, pero como que le valemos madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda puteada. Ve tú a saber si está enferma.
La plática se interrumpe porque el mesero nos ha corrido de la taquería. La gente que comía en la otra mesa exigió que se largaran los tres pordioseros y el cliente con más dinero manda.
Camino a las canchas de la CROC, donde los tres duermen, El Quemado irá contando que ya no tienen tanta ropa desde que un canadiense al que familiarmente llamó Cris dejó de ir a Acapulco.
—¿Él se las regalaba? ¿Era religioso o algo así?
—No mames, compa, ese cabrón era un pinche cogelón de morritos. Venía muy seguido al Malecón porque tenía un velero. Ese bato nos daba un chingo de ropa y las drogas que quisiéramos por acostón.
—¿Y qué fue de él?
—Pues mira: el Cris tenía la maña de pegarles a los morros. Un día, un cuate al que le decimosEl Querétaro no se dejó y le puso sus madrazos. Lo mandó al hospital. Ya tiene como un año que el Cris no se para por aquí.
—¿Y qué hay de Alexa? Se ve muy mal.
—Simón. Es el sida, esa morra ya tiene sida. Pero uno no le dice para que no se agüite.
—¿Y qué hay de tu vida? ¿Por qué te dicen El Quemado?
—Porque cuando era morrito me quemé en la casa del Padre Chinchachoma. Se me prendió el suéter por andar de cabrón. Tengo toda la espalda como chicharrón.
—¿Y tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿De dónde eres?
—No, no, no. De mí no vamos a hablar. Además ya te conté mucho y ni un pinche refrescoquisistes comprarme.
El Quemado se fue. Chucho se despidió con una pirueta de luchador. Y Alexa dijo que odiaba a los reporteros.

Jarocho, con sus pies descalzos y su hedor agrio, llevó a Allison hasta el auto. La niña traía un perfume grosero, el cabello lacio, estaba bronceada, apenas le estaban saliendo los pechos, y usaba sandalias y una pulsera de Hello Kitty.
—Bueno, yo los dejo –dijo Jarocho con sus 100 pesos en la mano por haber sido el intermediario y a mí me dio la desesperación.
Allison iba triste o asustada. No avancé mucho. Me estacioné por la Playa Tamarindos. Estaba por decirle que sólo platicaríamos, y nada más, cuando una camioneta me echó las luces. Pensé que era la policía. Me imaginé en la cárcel y en la contraportada de La Prensa. Pero no, era algo peor: una Lobo blanca doble cabina con vidrios polarizados.
—Es el que nos cuida –dijo Allison y volví a experimentar uno de esos momentos cuando el mundo parece detenerse.
—¿Y por qué nos sigue?
—Porque quiere ver en qué hotel voy a entrar.
Empecé a sudar y me sentí pegajoso. Lo único que se me ocurrió fue acelerar. Tan preocupado iba que pasé los semáforos en rojo. Entonces ahí sí me detuvo la policía. Bajé del auto y, entre murmullos, les tuve que decir que era reportero y que la niña era parte de la historia. Uno de ellos, el de mandíbulas potentes, le echó la luz a Allison y ella sonrió de tal manera que en ese momento hubiese podido venderle cocaína a cualquier cártel. “Pues si ya le pagaste, cógetela”, dijo el oficial y yo quise romperle la cara. “Sale, te vamos a dar el servicio”, dijo el otro con su diente de oro como Pedro Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca doble cabina no estaba. Llegamos al estacionamiento del hotel.
Cuando Allison, que en realidad se llamaba Gregoria, intentó bajarse del auto para entrar al local, la paré:
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
Allison arrojó un gesto de incredulidad.
—Primero págame los 300 pesos y pon una canción de Belanova.
—No tengo ninguna de ella. ¿No te gusta U2?
—Pon lo que quieras, pero menos en inglés. Es que me gusta cantar, eso quiero ser de grande: cantante.
Caifanes se escuchó en las bocinas y ella echó a perder la canción.
Entonces Allison tomó la palabra:
—Vengo de por allá de Zihuatanejo, allá tengo un novio europeo que luego viene a visitarme acá. Me trata bien. Me compra lo que yo quiera. Él me regaló un celular rosita. Nada más que el que nos cuida me lo quitó, dijo que eso no es para mujeres de mi edad. ¿Esto quieres que te cuente o algo más cachondo?
—Así está bien.
—Eres bien raro –y le dio una bocanada violenta al cigarro–. Bueno: pues a mi papá lo mataron y mi mamá está en la cárcel. Creo que se robó algo, no sé bien. Y como allá mis tíos me pegaban, pues mejor me vine para acá. Nomás terminé la primaria. Me gusta el color rojo y casi a diario el que nos cuida nos regala piedra. Esa soy yo.
—¿Y vives en una casa, rentas un cuarto de hotel?
—Ahora me quedo en la casa del que nos cuida. Somos como siete y dos chamacos que se la pasan fregando.
—¿Y pueden salir solas?
—Depende.
—¿De?
—Depende.
—¿Y a quién prefieres: gringos, canadienses o mexicanos?
—Depende. Me gustan los que tienen dinero. Una vez un gringo me llevó a Cancún como un mes. Allá está muy bonito, no sé si conozcas. Aquí, una pareja me llevó una semana a su casa, nomás para estar con ellos, dormirme en medio de los dos y nadar sin ropa. No sé si lo sepas, pero cada cliente es distinto –lo dijo como si hubiese descubierto la rueda.
—¿Qué es lo mejor y lo peor que te ha pasado en este negocio?
—Lo mejor es conocer gente de todos lados y que además de pagarte te regalan ropa o piedra. ¿Lo peor? Cuando nos pega el que nos cuida.
–¿Les pega mucho?
–Nomás cuando anda drogado. En su juicio es muy bueno. ¿Cómo te diré? Es cariñoso.
Jarocho me había dicho que no me excediera de la hora para no tener problemas y que dejara a Allison a un lado del bar Barbaroja, que ahí alguien la recogería. El plazo estaba por cumplirse. Allison se fue cuando Los Caifanes decían algo así como que “no dejáramos que nos comiera el diablo”. Cuando amaneció me largué de Acapulco, odiándolo.


Alejandro Almazán (México DF, 1971) es reportero freelance. Ha fundado CNI-Canal 40, Milenio Semanal, Milenio Diario, y La revista de El Universal. Ha ganado tres veces el premio nacional de periodismo en el género de crónica

"Nos vamos. Aquí la vida no vale nada"

Decenas de familias huyen de la violencia y la crisis que azota Ciudad Juárez

PABLO ORDAZ | Ciudad Juárez 22/03/2010

Los Morales Sánchez llegaron a Ciudad Juárez hace 12 años. Casi tres días en camión desde el Puerto de Veracruz. Les habían dicho que aquí había mucho trabajo. Y no les engañaron. Marisela Sánchez recuerda que pisó la ciudad fronteriza con Estados Unidos un 21 de marzo: "Y el 22 ya estaba trabajando en una maquiladora". Ahora las cosas han cambiado. Falta trabajo. Y sobra violencia. Ciudad Juárez es, con mucho, la ciudad más peligrosa de México y tal vez del mundo. Los cementerios están llenos y los parques vacíos. Su hijo, Alfredo Morales Sánchez, después de muchas lágrimas, ha tomado una decisión: "Nos vamos. Aquí la vida no vale nada".

El viernes ya no quedaba nada por empacar. Los Morales Sánchez y otro puñado de familias acaban de aceptar la invitación del gobernador de Veracruz, el priista Fidel Herrera, para regresar a sus lugares de origen. "Nos van a pagar el viaje y la mudanza", aclara Marisela Sánchez, "y tal vez nos ayuden a encontrar un nuevo trabajo, a emprender una nueva vida". Serán 150 los veracruzanos que, en una primera expedición, huyan de Ciudad Juárez aprovechando la ayuda oficial. Se calcula que otros 200.000 juarenses, de nacimiento o adopción, ya huyeron en los últimos meses por sus propios medios, hacia Estados Unidos o hacia el interior de México, dejando tras de sí más de 60.000 casas vacías y un número incalculable de sueños rotos. "He tomado la decisión de irme", explica Alfredo Morales, "pero siento dolor, mucho dolor. Yo he llegado a amar esta ciudad. Aquí me casé, aquí fueron naciendo mis tres hijos, aquí hay gente a la que quiero y que me quiere. Pero, de esa reja para afuera, hay demasiados peligros...".

Marisela Sánchez dice que sus nietos, como la mayoría de los críos de Ciudad Juárez, viven secuestrados en sus propias casas, condicionados y hasta contagiados por el miedo de sus mayores. "Tengo temor", reconoce, "de llevarlos al parque, de que se separen de mí más de dos metros. Y no crea que exagero. Ya hemos visto pasar muchas balas cerca. ¿Se acuerda de aquel restaurante donde mataron a ocho? Pues está justo enfrente de mi casa. Conocíamos a algunos de los que murieron. Gente normal. No todos los jóvenes que mueren aquí son sicarios o andan en malos pasos. Algunas compañeras de la fábrica ya han perdido a dos hijos". La conversación se adentra de lleno en la galería de los horrores vividos. Mónica Sánchez, la hermana de Marisela, recuerda aquel día que unos pistoleros persiguieron a su víctima por los pasillos del supermercado en el que ella suele hacer la compra. Alfredo relata la noche en que, a sólo unos metros de su casa, escuchó la banda sonora inconfundible de esta ciudad: "Primero unos disparos, luego un coche que salía a toda prisa, quemando llantas, y ya enseguida el llanto de unas mujeres. Acababan de matar a un joven de 16 años en unas canchas de fútbol".

Como si fuera verdad aquello de que las desgracias nunca llegan solas, la escalada de violencia en México coincidió con la crisis económica. El trabajo en las fábricas manufactureras empezó a escasear. Y a la violencia generada por la lucha emprendida por el gobierno de Felipe Calderón contra los cárteles de la droga se unió un incremento de la delincuencia común. "Ya el único problema no es que te maten", explica Mónica Sánchez, "también estamos sometidos a las extorsiones telefónicas. Nosotros un día estuvimos a punto de caer en una. Nos llamó alguien haciéndose pasar por un familiar. Nos dijo que estaba retenido en la aduana y que teníamos que pagar 20.000 pesos (casi 1.200 euros) para evitar que lo metieran en la cárcel. Al final nos dimos cuenta de que era un engaño. Llaman desde las cárceles. Y si el teléfono lo contestan los niños, les sonsacan información para luego cometer la extorsión. Desde entonces ya no dejamos que los críos contesten. No pueden hacer nada las criaturas...".

Alfredo Morales no oculta su nerviosismo. Dentro de unas horas, sus hijos -de diez, ocho y siete años- pisarán por primera vez la tierra de sus mayores, conocerán a sus abuelos, a sus tíos, a sus primos. Porque desde aquel día de hace 12 años que Alfredo y su familia se montaron en un camión hacia Ciudad Juárez no habían tenido la oportunidad de volver de visita al Puerto de Veracruz. Ahora, la violencia y la crisis se han aliado para romperles aquel sueño de un futuro mejor. Regresan derrotados. Pero vivos.

Caracas sin agua, de Gabriel García Márquez

Después de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un pent-house de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las motonetas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del año, extendían hacia el cielo sus ramazones peladas.

Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser atendido por los dos comerciantes portugueses que hablaban con la clientela de un mismo tema, el tema único de los últimos cuarenta días que esa mañana había estallado en la radio y en los periódicos como una explosión dramática: el agua se había agotado en Caracas. La noche anterior se habían anunciado las drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa. A partir de esa mañana, como consecuencia del verano más intenso que había padecido Caracas después de 79 años, había sido suspendido el suministro de agua. Las últimas reservas se destinaban a los servicios estrictamente esenciales. El gobierno estaba tomando desde hacía 24 horas disposiciones de extrema urgencia para evitar que la población pereciera víctima de la sed. Para garantizar el orden público se habían tomado medidas de emergencia que las brigadas cívicas constituidas por estudiantes y profesionales se encargarían de hacer cumplir.

Las ediciones de los periódicos reducidas a cuatro páginas, estaban destinadas a divulgar las instrucciones oficiales a la población civil sobre la manera como debía proceder para superar la crisis y evitar el pánico.

A Burkart no se le había ocurrido una cosa: sus vecinos tuvieron que preparar el café con agua mineral, le anunció que la venta de jugos de frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las autoridades. Cada cliente tenía derecho a una cuota límite de una lata de jugo de fruta y una gaseosa por día, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por una botella de limonada para afeitarse. Sólo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos.

Primer anuncio de cataclismo: Una señora riega el jardín

Con su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus experiencias de guerra, Samuel Burkart sabía calcular con la debida anticipación el alcance de una noticia. Eso era lo que había hecho, tres meses antes, exactamente el 26 de marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente información: “En La Mariposa sólo queda agua para 16 días”.

La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de agua a Caracas es de 9.500.000 metros cúbicos. En esa fecha a pesar de las reiteradas recomendaciones del INOS para que se economizara el agua, las reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un meteorólogo declaró a la prensa, en una entrevista no oficial que no llovería antes de junio. Pocas semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya inquietante, a pesar de que la población no le dio la debida importancia: 130.000 metros cúbicos diarios.

Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una vecina que se sentaba en su jardín desde las 8 de la mañana a regar la hierba. En cierta ocasión le habló de la necesidad de economizar agua. Ella, embutida en una bata de seda con flores rojas, se encogió de hombros. “Son mentiras de los periódicos para meter miedo —replicó—. Mientras haya agua yo regaré mis flores.” El alemán pensó que debía dar cuenta a la policía, como lo hubiera hecho en su país, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los venezolanos era completamente distinta de la suya. A él también le había llamado la atención que las monedas en Venezuela son las únicas que no tienen escrito su valor y pensaba que aquello podía obedecer a una lógica inaccesible para un alemán. Se convenció de eso cuando advirtió que algunas fuentes públicas, aunque no las más importantes, seguían funcionando cuando los periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendían a razón de 150.000 metros cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se estaban produciendo chaparrones artificiales en las cabeceras del Tuy —la fuente vital de Caracas— y que eso había ocasionado un cierto optimismo en las autoridades. Pero a fines de abril no había llovido. Los barrios pobres quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una hora por día. En su oficina, como no tenía nada que hacer, Samuel Burkart utilizó su regla de cálculo para descubrir que si las cosas seguían como hasta entonces habría agua hasta el 22 de mayo. Se equivocó, tal vez por un error en los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el agua seguía restringida, pero algunas amas de casa insistían en regar sus matas. Incluso en un jardín, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta durante la hora en que se suministraba el agua. En el mismo edificio donde él vivía, una señora se vanagloriaba de no haber prescindido de su baño diario en ningún momento. Todas las mañanas recogía agua en todos los recipientes disponibles. Ahora, intempestivamente, a pesar de que había sido anunciada con la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos. Las reservas de La Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart que tenía el complejo de la afeitada diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se dirigió a la oficina, pensando que tal vez en ningún momento de la guerra, ni aun cuando participó en la retirada del Africa Korp, en pleno desierto, se había sentido de tal modo amenazado por la sed.

En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide serenidad
Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su oficina, situada a pocos pasos del Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió a utilizar su automóvil por temor a que se recalentara. No todos los habitantes de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de gasolina que encontró había una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes, discutiendo con el propietario. Habían llenado sus tanques de gasolina con la esperanza que se les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no había nada que hacer. Sencillamente no había agua para los automóviles. La avenida Urdaneta estaba desconocida: no más de 10 vehículos a las 9 de la mañana. En el centro de la calle, había unos automóviles recalentados, abandonados por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de agua”. Esa mañana se había anunciado que los autobuses prestarían un servicio regular en las horas de mayor congestión. En los paraderos, las colas tenían varias cuadras desde las 7 de la mañana. El resto de la avenida un aspecto normal, con sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el mundo estaba en las ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano, qué hacía toda la gente en las ventanas, y él le respondió:

—Están viendo la falta de agua.

A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Sólo entonces empezó la inquietud. Durante toda la mañana, camiones del INOS con capacidad hasta para 20.000 litros repartieron agua en los barrios residenciales. Con el acondicionamiento de los camiones cisternas de las companías petroleras, se dispuso de 300 vehículos para transportar agua hasta la capital. Cada uno de ellos, según cálculos oficiales, podía hacer hasta 7 viajes al día. Pero un inconveniente imprevisto obstaculizó los proyectos: las vías de acceso se congestionaron desde las 10 de la mañana. La población sedienta, especialmente en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehículos cisternas y fue preciso la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden. Los habitantes de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no podían llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de las brigadas universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el agua. A las 12.30 el Presidente de la Junta de Gobierno, a través de la Radio Nacional, la única cuyos programas no habían sido limitados, pidió serenidad a la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en intervenciones muy breves, hablaron los dirigentes políticos, un representante del Frente Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica. Burkart, que había presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes, tenía una experiencia: el pueblo de Caracas es notablemente disciplinado. Sobre todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio, prensa, televisión y volantes. No le cabía la menor duda de que ese pueblo sabría responder también a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su sed. Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su oficina y en el descanso encontró una rata muerta. No le dio ninguna importancia. Pero esa tarde cuando subió al balcón de su casa a tomar fresco después de haber consumido un litro de agua que le suministró el camión cisterna que pasó por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la Estrella. Los curiosos asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas, salían animales enloquecidos por la sed. Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de alivio para sus gargantas resecas. Esa noche a las 10, se impuso el toque de queda. En el silencio de la noche ardiente sólo se escuchaba el ruido de los camiones del aseo, prestando un servicio extraordinario: primero en las cali y luego en el interior de las casas, se recogían los cadáver de los animales muertos de sed.

Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación
48 horas después de que la sequía llegó a su puntó culminante, la ciudad quedó completamente paralizada. El gobierno de los Estados Unidos envió, desde Panamá, un convoy de aviones cargados con tambores de agua. Las Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañías comerciales, que prestan servicio en el país, sustituyeron sus actividades normales por un servicio extraordinario de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetía y La Carlota fueron cerrados al tráfico internacional y destinados exclusivamente a esa operación de emergencia. Pero cuando se logró organizar la distribución urbana, el 30% del agua transportada se había evaporado a causa del calor intenso. En las Mercedes y en Sabana Grande, la policía incautó, el 7 de junio en la noche, varios camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el litro de agua hasta a 20 bolívares. En San Agustín del Sur, el pueblo dio cuenta de otros dos camiones piratas, y repartió su contenido, dentro de un orden ejemplar, entre la población infantil. Gracias a la disciplina y el sentido de solidaridad del pueblo, en la noche del 8 de junio no se había registrado ninguna víctima de la sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante invadió las calles de la ciudad. Al anochecer, el olor se había hecho insoportable. Samuel Burkart descendió a la esquina con la botella vacía, a las 8 de la noche, e hizo una ordenada cola de media hora para recibir su litro de agua de un camión sisterna conducido por boy-scouts. Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habían tomado las cosas un poco a la ligera, que habían procurado convertir la crisis en una especie de carnaval, empezaban a alarmarse seriamente. En especial a causa de los rumores. A partir de mediodía, al mismo tiempo que el mal olor, una ola de rumores alarmistas se habían extendido por todo el sector. Se decía que a causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de Caracas, comenzaban a incendiarse. No habría nada que hacer cuando se desencadenara el fuego. El cuerpo de bomberos no dispondría de medios para combatirlo. Al día siguiente, según anuncio de la Radio Nacional, no circularían periódicos. Como las emisoras de radio habían suspendido sus emisiones y sólo podían escucharse tres boletines diarios de la Radio Nacional, la ciudad estaba, en cierta manera, a merced de los rumores. Se transmitían por teléfono y en la mayoría de los casos eran mensajes anónimos.
Burkart había oído decir esa tarde que familias enteras estaban abandonando a Caracas. Como no habían medios de transporte el éxodo se intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un rumor aseguraba que esa tarde, en la vieja carretera de Los Teques, una muchedumbre empavorecida que trataba de huir de Caracas había sucumbido a la insolación. Los cadáveres expuestos al aire libre, se decía, eran el origen del mal olor. Burkart encontraba exagerada equella explicación, pero advirtió que, por lo menos en su sector, había un principio de pánico.

Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al camión cisterna. Los curiosos se precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar los rumores. Un estudiante subió a la capota y ofreció responder, por turnos, a todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre muerta en la carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que ese fuera el origen de los malos olores. Los cadáveres no podían descomponerse hasta ese grado en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques estaban colaborando en una forma heroica y que dentro de pocas horas llegaría a Caracas, procedente de todo el país, una cantidad de agua suficiente para garantizar la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas noticias, con la advertencia de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos perezjimenistas.

En el silencio total, falta un minuto para la hora cero

Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las 6.45, con el propósito de escuchar el boletín de la Radio Nacional, a las 7. Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún regaba las flores de su jardín. Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella situación. Burkart pensó que la irresponsabilidad de su vecina no tenía límites.

—La culpa es de la gente como usted, dijo, indignado. El INOS pidió a tiempo que se economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora estamos pagando las consecuencias.

El boletín de la Radio Nacional se limitó a repetir las informaciones suministradas por los estudiantes. Burkart comprendió que la situación estaba llegando a su punto crítico. A pesar de que las autoridades trataban de evitar la desmoralización, era evidente que el estado de cosas no era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un aspecto importante: la economía. La ciudad estaba totalmente paralizada. El abastecimiento había sido limitado y en las próximas horas faltarían los alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponía de dinero efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los abastos de los barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las existencias habían sido agotadas. Cuando Burkart cerró el radio comprendió que Caracas estaba llegando a su hora cero.

En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a un grado insoportable, Burkart abrió puertas y ventanas pero se sintió asfixiado por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada vez más penetrante. Calculó minuciosamente su litro de agua y reservó cinco centímetros cúbicos para afeitarse el día siguiente. Para él, ese era el problema más importante: la afeitada diaria. La sed producida por los alimentos secos empezaba a hacer estragos en su organismo. Había prescindido, por recomendación de la Radio Nacional de los alimentos salados. Pero estaba seguro de que el día siguiente su organismo empezaría a dar síntomas de desfallecimiento. Se desnudó por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente, sintiendo en los oídos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy remota, la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda. Burkart cerró los ojos y soñó que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco negro, con una franja blanca pintada en la borda, con pintura luminosa. Cuando el barco atracaba, oyó, lejana, la gritería de los muelles. Entonces despertó sobresaltado. Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a chorros.